lunes, 25 de abril de 2016

MISERICORDIA EN LA SOCIEDAD POLÍTICA.

MISERICORDIA EN LA SOCIEDAD POLÍTICA. Por sólidos que sean los reclamos de diversa naturaleza para que en la sociedad política haya ausencia de corrupción, la realidad dicta enseñanzas que probablemente causarán pleno desacuerdo conmigo. Por aquellos años un prestigioso profesor universitario costarricense exponía la tesis del "realismo", el principal móvil, influyente con mayor frecuencia, en los procesos y resultados sociales. En el caso que nos ocupa, ese realismo, a nuestro criterio, se aproxima a la teoría del delito, elaborada por el sociólogo francés Émile Durkheim, quien colocó los fenómenos delictivos como "normales", siempre y cuando su comisión se comportara dentro de ciertos límites de incidencia o proporcionalidad, también regulares. Si la incidencia llegara a excederse en extremo, desproporcionadamente, entonces se alcanzarían grados que equivaldrían a "patología"; la sociedad entraría a la fase de enfermedad y deterioro, casi entero. Las soluciones serían demasiado complicadas con tal de contenerla, según la versión de Durkheim. Retornando a los argumentos del "realismo", en sintonía con el sociólogo francés, aquel profesor costarricense probaba los riesgos, el ambiente de tentación, las presiones e intereses en conflicto, es decir, los ápices y entretejidos de la sociedad política, a los que el líder político se expone; los que crecen e intensifican conforme éste acumule y ejerza mayor poder. Difícilmente, los códigos puritanistas sobre la conducta humana podrían imponerse en tal ambiente de competencia, intereses marcados, escalonamiento, de logros o frustraciones y contradicciones. Todo lo anterior, la materia prima del realismo político. Capaz de ser incontrolable, revertirse, como dijimos, en patológico dentro de sociedades degradadas. A tales extremos, en palabras del escritor Albert Camus, sería el enfrentamiento contra "la peste", en la que la irracionalidad y el absurdo se tornan inevitables, como plagas que tienden a diezmar la dignidad humana. Más bien, festejemos que en su desempeño dentro de “la peste” - rehuida por no pocos - , los dirigentes democráticos hayan hecho esfuerzos en evitar la extralimitación (patológica), lo cual posee su mérito, a menos que los alarmistas y los anunciadores de males nos convenzan de sus supersticiones. Si apenas la corrupción y las prácticas dañinas producen lesiones en porcentajes mínimos; dentro de la lógica expuesta, eso entraría en los términos de "normalidad"; tampoco comportaría daño irreversible a la gobernabilidad. Las democracias avanzadas son vulnerables a tales hechos (de corrupción), con la diferencia que la institucionalidad y las leyes cumplen su deber sancionatorio en la mayoría de los casos. Habría comportamiento patológico mientras se amenacen los recursos materiales a niveles desmedidos o casi absolutos, como hubieron de padecer ciertas sociedades bajo los regímenes totalitarios, ya fueran el comunismo estalinista y el fascismo, en los cuales el Estado y su camarilla dirigente controlaron (arbitrariamente) los medios de producción y la riqueza generada. Asimismo, esas maniobras tampoco se escapan de los sistemas políticos autoritarios, ya sea la dictadura pseudo - sandinista de Nicaragua y Chile en tiempos de Augusto Pinochet. En el fondo se controla el poder, entrando en pactos espurios con otras fuerzas sociales predominantes; arreglos de clase, que tienen como objetivo la preservación combinada del poder político y económico, bajo las manos de minorías privilegiadas. Nos ha golpeado la crítica situación por la que atraviesa el gobierno del Brasil, presidido por Dilma Rousseff. Amenazado insistentemente por "un Parlamento podrido", en el que más del 50% de los diputados brasileños (politicastros, codiciosos, de segunda línea) tiene cuentas pendientes con la justicia, acusados de corrupción, pero también de tortura o de robo (El País, España, 2016), con todo, el dueto Rousseff - Luis Ignacio Lula da Silva está bastante cerca de sucumbir. El “impeachment” iniciado determinaría una especie de golpe de Estado contra la presidenta Rousseff, "legítima y democráticamente elegida por el pueblo brasileño a través del ejercicio del voto". De igual forma, la mayoría de los cambios legales que han posibilitado la evolución y el perfeccionamiento del Poder Judicial fueron aprobados por los gobiernos de la magnífica dupla política. El trabajo de ambos líderes, desapegados de los dogmas ideológicos, realmente nos ha convencido hasta ahora. Ha habido un Brasil "socialmente más justo, políticamente más democrático". El equilibrio ideológico, los resultados sociales y económicos de su formación política, el Partido de los Trabajadores, auguraron para el gigante suramericano la continuidad cívica de un programa social demócrata, conciliado con los principios del liberalismo político, así como el respeto a la propiedad privada. Sin embargo, el arribista Vicepresidente brasileño Michel Temer se frota las manos, ya preparó su discurso de asunción a la Presidencia, tras "el posible derrocamiento" de Rousseff. Únicamente, queda por delante que la razón y la verdad prevalezcan, y de seguido el gobierno del Brasil se mantenga a salvo. Otro pasaje histórico. Los atestados, la vida y costumbres y compañías del estadista británico Winston Churchill estuvieron lejos de halagar los dicasterios del Vaticano, todavía menos los restos de la moral victoriana. A pesar de sus debilidades humanas, él captó la amenaza universal del nazi fascismo, lo confrontó sin titubeos y sin dilaciones. Asimismo, persuadió al mundo libre y a la propia Unión Soviética - ésta menos peligrosa que el régimen racista y opresor de Adolfo Hitler y sus monstruos - acerca de la urgencia de constituir un bloque aliado para la aniquilación del enemigo común. La humanidad se deshizo de Hitler, gracias al político británico, a quien debemos recordar con inmensa gratitud. De la Segunda Guerra Mundial nos trasladamos a la provincia de Limón (Costa Rica). Néstor Mattis Williams, el Alcalde del gobierno municipal de ese cantón, cabecera de la provincia limonense alcanzó la reelección como tal, en los comicios regionales de febrero pasado; eso sí, en medio de denuncias en su contra sobre malos manejos de fondos públicos, entre otros cargos. Aún así, con su pequeño partido salió airoso, por lo que habrá Mattis por otros cuatro años. “La voz del pueblo es la voz de Dios”. Aprovechando nuestra estancia en la hermosa provincia, nos ocupamos de emplear el método de nuestro profesor Samuel Stone (qdep), consistente en conversar de manera espontánea y amena con la gente nativa, conocedora de la realidad de su comunidad. Lo cual nos permite inferir conclusiones. Esta vez, nos impresionaron las informaciones recogidas, a través de la aplicación del método particular. Nunca como antes palpé en los ciudadanos limonenses tanto optimismo por el futuro de la provincia, al igual que la voluntad de cambio y progreso allí existente, a diferencia del sindicato portuario de la zona que lo entorpece y succiona recursos. La infraestructura de la ciudad ha mejorado significativamente, al igual que la prestación de los servicios por parte del ayuntamiento. La ciudad manifiesta un rostro diferente, acogedor; en tales transformaciones el trabajo del Alcalde Mattis (linchado) ha sido el principal motor y animador. O sea, nuestros supuestos, formulados al inicio de estas reflexiones en buena medida calzan con las experiencias y ejemplos mencionados. Citamos enseguida un párrafo de la “BULA DE CONVOCACIÓN DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA”, emitida por el Papa FRANCISCO en abril del 2015. Dice así: “Porque seréis medidos con la medida que midáis » (Lc 6,37-38). Dice, ante todo, no juzgar y no condenar... nadie puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre (Dios) mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo”. Por lo visto nuestra argumentación es de recibo también por un hombre superior como el Papa Francisco. Ronald Obaldía González (Opinión personal)