lunes, 21 de octubre de 2019

“MENTES DESORDENADAS” Y LESIVIDAD SOCIAL. Autor: Ronald Obaldía González

“MENTES DESORDENADAS” Y LESIVIDAD SOCIAL. Autor: Ronald Obaldía González “MENTES DESORDENADAS” Y LESIVIDAD SOCIAL. Autor: Ronald Obaldía González Guiados por un concepto en boga en las ciencias sociales de los Estados Unidos de América, referido a las “mentes desordenadas”, propias del comportamiento psicológico de algunos afamados líderes políticos de Occidente, nos hemos lanzado a dar rienda suelta al examen crítico de un cúmulo de recientes y asombrosas informaciones que circulan en la multiplicidad de quehaceres, lo cual por curiosidad nos permite por nuestra propia cuenta reafirmarnos también como un pleno “desordenado”, eso sí guardando las proporciones, lógicamente. Si es que estamos recurriendo a la razón, empezamos en dar por cierto de la inexistencia de “sociedades compuestas por dioses”; habida cuenta que casi nunca se estará en capacidad de resolver todos los males sociales, políticos, económicos y culturales; si bien mancomunadamente podemos contrarrestar, con mensajes de fe y esperanza, “el pesimismo pernicioso, haciendo posible la política del optimismo filosófico liberal y progresivo” (Philippe Legrain), de modo que se presupongan los cometidos de expandir los beneficios del crecimiento económico y compartirlos de manera más justa. Bien lo postula el galardonado escritor Sergio Ramírez Mercado, acerca de la urgencia en el cambio de mentalidad del político, el empresario, el trabajador, ello en pro del servicio y el bien común, basado en una “revolución ética, cultural y de mejor civilidad”. Eso sí, cabe aquí exigir modificaciones sustanciales en el accionar de los partidos políticos, entre otros responsables, quienes constituyen los órganos intermediarios entre la sociedad política y la sociedad civil, cuya fuerza convergente puede ser canalizada hacia ese proponente ideal superior de Ramírez. Asimismo, nuestras economías y sociedades prosperan y transforman la economía, cuando las ambiciones nacionales y el progreso están respaldados por una acción global firme y perseverante (Andrew Holness y Frank Bainimarama), proveniente de la sana y eficaz gobernabilidad, en lo cual el líder político, el administrador y el propio ejecutor de decisiones y programas deben establecer un vínculo basado en la credibilidad, la honradez y la confianza, la medición precisa de los resultados, a fin de mostrar una buena reputación, aceptación y legitimidad ante la nación. El asunto no es solamente en saturar la administración pública de legislación (inoperante), o en introducir enfoques y técnicas, los cuales se supone habrán de perfeccionar, fallidamente, el funcionamiento de ella, en cuenta los relacionados con la búsqueda de la idoneidad del personal. Al final de cuentas, tales intentos e iniciativas concluyen en fracaso, en tanto se alejan de la identidad, el carácter y de las reales particularidades de las entidades, así como del entorno social, lo cual determina sobremanera el accionar del Estado y la burocracia. En su lugar, preferimos hacer uso de la sociología y la psicología, pensando en aquel tipo de servidores apasionados, emprendedores, responsables, comprometidos con la riqueza del aprendizaje, alrededor del conocimiento y la ciencia, el trabajo intenso y la innovación (Carlos Alberto Montaner), quienes están lejos de “parquearse” en regímenes y leyes laborales conservadoras y completamente desactualizadas, solo útiles a algunos con tal de defender el estatus quo, o en su defecto perpetuarse en un cargo burocrático, por el cual la creación de ideas y la producción de resultados de calidad se queda corta. Tampoco quiere decir esto, que estamos negando la necesidad del empleo de enfoques flexibles, y de la relevancia de los métodos novedosos y soluciones creativas a las realidades y fenómenos particulares de la administración, sobre lo cual existe un arsenal valioso en la aplicación práctica de los procesos de toma de decisiones. Justamente, mencionemos esas decisiones, en dirección al mejoramiento de la sociedad, sustentadas, en el correcto examen de los contextos sociales, en el conocimiento heredado de la experiencia, así también en las capacidades y destrezas acumuladas. O sea, en la habilidad práctica, pero juiciosa y prudente, en saber anticiparse a los riesgos o amenazas, derivadas de los contextos correspondientes, “realizando un uso correcto del lenguaje y la comunicación, esto es, comprendiendo simultáneamente los intereses del emisor y del receptor, sobre lo cual descansan las interacciones, las que a la postre condicionan los resultados de las acciones de cualesquiera organizaciones. Estudios efectuados por décadas y que ahora dan sus frutos, califican la interrelación social como el remedio para lograr una vida más plena, satisfactoria y prolongada (Franco Alvarenga Venutolo) y humanamente productiva. En este punto, y en función del progreso de las organizaciones tanto formales, como informales, entramos entonces en el rol de los líderes, no únicamente empeñados en crear seguidores suyos, sino en alentar más líderes, quienes, por demás, han de ser buenas personas, honradas y altruistas, que piensan en el futuro de todos (Tom Peters), amigables con la verdad y la libertad. No se puede ocultar el sol con un dedo. Los empleados del Estado “la llevan suave”, hay holgazanería. En este tiempo se obtienen mejores ingresos allí que en la empresa privada. O sea, ellos hacen pocas labores a ritmo lento, a menos que haya un interés personal de por medio. Difícilmente, se les puede sancionar, quien lo hace termina desacreditado, o hasta despedido. No obstante, es justo reconocer que también “sobreviven” funcionarios capaces, íntegros y laboriosos (René Jiménez Fallas), a menos que la ofuscación y la frustración los haga parodiar la inacción y la ineficiencia, lo más grave aún: sea que terminen “cediendo a las lógicas indeseadas de los beneficios fáciles”, u opten en colocar el interés de conservar el cargo público por encima de la vocación del servicio y de cualquier consideración ética y moral. Un deber ineludible en el servicio público reside en trabajar bien, en serio, “en pensar en el futuro de todos”, a pesar de la ausencia de incentivos y, que enseguida se deba lidiar, desafortunadamente, con ambientes de rivalidades y enfrentamientos, con disfuncionalidades fuera de su control, entre ellas, los escenarios que premian la ineptitud, la inacción, los que abren las puertas, a favor de las indeseables prácticas del favoritismo, el nepotismo, el amiguismo y otros ismos (Jiménez Fallas). Lo cierto del caso, en una nación con ambiciones de desarrollo y equidad social resulta imprescindible que el empleado público, además de poseer el coraje de enfrentar circunstancias negativas como las citadas, sea capaz al mismo tiempo de demostrar agallas en cuanto a ofrecer tanto rendimiento y nivel de compromiso, igual o superior que la mayoría de los servidores de la empresa privada. Sabemos que la estabilidad mediante las leyes laborales se muestra distante en garantizar la integridad, o la calidad del trabajo del funcionario público. Por el contrario, solamente se persigue con ello evitarle riesgos e incertidumbres, en tanto queda blindada la permanencia suya en sus puestos de trabajo, ello reiteradamente, en menoscabo de la innovación y el eficiente desempeño en la institución a la cual sirve (Carlos Molina Jiménez). A efecto de remediar estas deficiencias en la burocracia estatal, cabe aplicar como norma en la contratación de un funcionario público la fijación anticipada del perfil de los objetivos y las metas. que habrá de cumplir en el ejercicio del cargo (Tom Peters). De persistir la ausencia de resultados, al nuevo funcionario se le proporcionará adiestramiento en servicio. Se prescindirá de él, si en esto último la respuesta es insatisfactoria. Quien quiera más beneficios personales o bien darle rienda suelta a la codicia, es preferible que encuentre la manera de levantar su propia empresa, se dedique al servicio privado. Hay que entender que al Estado se llega a servir, y que desde allí se planea la continuación del bienestar social de los ciudadanos, sobre este principio es donde se valora el reconocimiento de nuestros méritos como servidores de la ciudadanía. Es la razón por la cual la administración pública y las políticas públicas tienen sentido y arraigo. Dicho esto, por cuanto se hace mayor énfasis (o especie de ritual) en la forma que en el fondo, resulta notorio el abuso excesivo “del debido proceso”, entre otros mecanismos, los cuales suelen extralimitarse en la defensa de gente, sujeta al despido laboral; quien lejos de desempeñarse como servidor público, más bien con el paso del tiempo se comporta “en usufructuario” de costosos derechos y beneficios individualizados, o bien gremiales, sin contraer el fuerte compromiso con el ideario y la misión de la organización pública, cuya responsabilidad es proporcionar servicios de elevada calidad a la sociedad en su conjunto (Molina ídem). Nunca borraré de nuestra mente las (casi cínicas) expresiones de cierto funcionario público, perteneciente a una polémica institución pública, quien había elevado ante los juzgados de trabajo un juicio millonario en contra del Estado. Porque según él se le habrían de cercenar derechos laborales. Al final logró, inmerecidamente, su objetivo; recibió una millonada de dinero, proveniente de los fondos públicos, recursos tan indispensables en otros objetivos prioritarios. Tras la (complaciente) sentencia judicial llegó a ufanarse de "su hidalguía", pues a su juicio "había hecho valer sus derechos". Lo asombroso de tal opacidad llegó a ser la indolencia de esa criatura, que a pesar de contar con demasiados años en su trayectoria de trabajo, presumo que ni siquiera había producido lo más elemental de sus responsabilidades, "pero aún así hubo de luchar por sus derechos". La palabra obligaciones había sido excluida de su manual de vida. Hay un sinnúmero de burócratas, quienes piensan que, en su condición de servidores públicos, la administración se ve obligada a satisfacer sus caprichos o conducta egoísta, sin tener efectos en la eficiencia y el compromiso para con la sociedad. En este orden, con frecuencia llega a ser palpable que “demasiados servidores actúan sin guía, sin sentido de urgencia, sin saber lo que se espera de ellos y ante quiénes deben rendir cuentas de su desempeño” (Franco Alvarenga Venutolo), por cuanto a la sociedad entera le corresponde hacerse responsable del financiamiento del aparato estatal. En esto sucede que los administradores, los políticos y los supervisores blandengues, toda vez deshonestos, necesariamente son cómplices de tales artimañas, porque poseen la misma estatura moral de la persona a la que me he referido. E incluso los cálculos electorales dependen de ese género de clientelismos, mezclado con populismo. También cuenta en esto el típico “comportamiento a la tica”, su aliado “el del nadadito de perro”, el andarse por las ramas, uno de los rasgos de la psicología nacional, tan dañinos, contraproducentes; pues originan incerteza e inseguridad, en vez de darse cabida a la innovación y la modernización en las esferas del Estado y la renovación del sistema productivo. Por eso es necesario poseer un aparato estatal menos grasoso, haciéndolo eficiente, con vistas a ahorrar recursos, destinados a la creación de oportunidades sociales y económicas a favor de la población de menores ingresos, como también, a la protección de las vidas humanas, del medio y la biodiversidad, así como de la intensificación de los programas de prevención de los efectos de los desastres, la preservación de la multiculturalidad. A nuestro juicio y evitando “las palabras gastadas”, todo esto sí constituye justicia social como universal objetivo a la vista. De partida, habrá de invertirse en la sólida base ético-moral, el factor clave y fundamental por el cual se cimienta la conciencia y la acción cívica ciudadana en los diferentes ámbitos, de lo cual han de estar revestidas las actitudes y aptitudes de cualesquiera servidores, en función del correcto desempeño institucional. Al prescindirse de este enfoque axiológico, se termina haciendo engorroso y frustrante el despido de servidores ineptos y corruptos, quienes para sobrevivir cohabitan con un Estado grasoso, obstruccionista e ineficaz, del cual se acorazan a fin de sobrevivifr. Al sustraerse la perspectiva ético – moral, el alcance mayúsculo de los intereses corporativos, o de nuevos agregados políticos, excluyentes, tienden a predominar por encima del bien común. Razón por la cual varios grupos de presión e interés al interior de la administración pública adolecen del egoísmo y el sectarismo, casi siempre “aferrados a la cultura del incremento del salario” (Roger Churnside Harrison +), lo cual apuntala a la mediocridad, la inacción, “al abuso desmedido” y la irresponsabilidad. Tanto que en tiempos de recesión económica, esos agentes de presión y de marcada influencia política, solo se empeñan en las ambiciones de élites restringidas, o del privilegio personal, de cúpulas o gremios. Les despreocupa el modo de vida de las otras personas, al igual que de los menos favorecidos, a los que demagógicamente dicen defender. He aquí una comprobación de nuestra tesis. El mejor acceso a la educación de calidad, lo cual amplía los horizontes de sectores sociales en desventaja y emergentes, ha llegado a tal extremo de deterioro y estancamiento, de lo cual en buena parte son cómplices las organizaciones gremiales, ellas más concentradas en su poder adquisitivo, que en el progreso y renovación del sistema educativo. La experiencia nos ha permitido corroborar que en donde hay gremios hay mediocridad, hasta corrupción, porque no necesariamente estos se enfocan en los propósitos y metas, relacionadas con el crecimiento en contenido y eficacia de los sectores de la actividad pública, así también de las unidades de trabajo. Terminan (los gremios) de complicar la búsqueda del perfeccionamiento de los servicios estatales, tienden a inmovilizarlo. De la innovación, la novedad en el producto, más bien se convierten en contestatarios; por lo tanto, el cambio en las políticas y los métodos de trabajo institucionales los ubican, de forma temeraria, en el rango de las amenazas. Bajo un crítico panorama de tal naturaleza, casi nadie querrá ser gobernado por autoridades legítimamente constituidas. Llega a revelarse también la peligrosa “despersonalización del poder”, la superposición de poderes fácticos en detrimento del principio de la delegación del poder, “todo lo cual inexorablemente puede conducir al desastre social”. Quien llega a tener acceso laboral al Estado es para servir, y no a buscar prebendas, favores y beneficios personales, o de aprovecharse del relativo poder y la influencia, deparados a través del nombramiento público. Quien aspira a mayores beneficios personales, prepárese a escoger la ruta de la organización de su propia empresa. Es decir, que se dedique al sector productivo, pero entiéndase que al Estado se llega a trabajar por el bien colectivo. Tal que desde allí habrá de planearse la continuidad del bienestar social de los ciudadanos. Sobre este principio, de contribuir a mejorar la calidad de vida de la gente, se pone de manifiesto el reconocimiento de nuestras aptitudes y actitudes, de nuestros propios méritos como servidores de la ciudadanía. Como dijimos líneas arriba: significa la razón de ser y lo que da sentido a la administración pública, dado que produce a la vez bienes y servicios, sujetos por su parte a la valoración y al escrutinio popular. Otro elemento para acabar este comentario. Lo reiteraba un escritor costarricense - cuyo nombre se me escapa ahora - en la urgente necesidad de poner en conocimiento y alerta a los ciudadanos, en que si no se defienden las instituciones públicas” y el sistema jurídico, defensor de la razón y la justicia, puede ponerse al país al borde de la anarquía y la ingobernabilidad, abriendo el camino a la demagogia, a los dirigentes autoritarios, antidemocráticos, o bien anarquistas, los cuales, con sus abusos y arbitrariedades “pasan por alto las libertades fundamentales”, lo mismo que “la autoridad legítima, las instituciones independientes y los controles del Estado”, es decir la arquitectura de nuestro sistema democrático, del cual gozamos todavía sin contratiempos.