lunes, 28 de septiembre de 2015
ETIQUETAS POLÍTICAS: MAQUIAVELO, ESTADO NACIONAL, MAL GOBIERNO, COLOMBIA.
ETIQUETAS POLÍTICAS: MAQUIAVELO, ESTADO NACIONAL, MAL GOBIERNO, COLOMBIA.
En su mayoría, los líderes políticos mundiales fallan, frecuentemente,
en astucia y creatividad, principalmente en cuanto a sortear
situaciones específicas de inestabilidad en el Estado nacional, ya sea
por “la mala fortuna”, la ingratitud de los ciudadanos - hay demasiado
de ello -; consideremos la envidia, las intrigas de la gente, tanto de
sus aliados como adversarios, bien sea toda clase de conspiraciones,
así como la inconstancia de la opinión pública; todo lo cual llega a
poner en entredicho o no las habilidades políticas de los estadistas.
Es a estos últimos a quienes fijamos la mirada cuando, especialmente,
el Estado, ese complejo aparato, poseedor del monopolio del poder y la
fuerza, se torna incapaz de salvaguardar la unidad y la cohesión
nacional: su causa fundacional y final; e inútil, en cuanto a ofrecer
paz, prosperidad, felicidad y esperanza al soberano (o el pueblo),
como lo explicamos en un artículo anterior.
Repasamos al florentino Nicolás Maquiavelo (1513) y de nuevo nos salta
la preocupación del déficit en “el arte de gobernar y en saber
mandar”, que caracteriza en las sociedades nacionales a no pocos
dirigentes (“el príncipe”, así llamado por Maquiavelo al dirigente de
su época). Esto es la mala preparación de quienes han escogido la
vocación de adquirir poder. A su decir, significa la pérdida de
destrezas “de los antiguos y los nuevos príncipes”, quienes pierden
esa habilidad, la cual consiste en desnudar los hechos y la realidad,
una realidad que se vuelve más poderosa que los Estados, quienes, al
carecer “de redentores”, son “el vulgo” o “los bárbaros”, quienes se
apoderan de la sociedad, por lo que ésta termina “pudriéndose y
deshaciéndose”.
Trasladando “el realismo” de Maquiavelo a nuestros tiempos, nos
desvela el deterioro de múltiples sociedades, a causa de la
incapacidad de sus propios Estados, unido a líderes “desarmados de
virtud, valor, prudencia y habilidad”, que hacen crónicos los males.
Así entonces, le resulta imposible a la institucionalidad mantenerse,
fortalecerse y preservar la cohesión y la unidad social (“la razón de
Estado”). Sus armas inmediatas, las cuales otorgan poder a la sociedad
política, tales como la burocracia, el sistema legal, la (des)
legitimación de la fuerza y su gama de recursos, serán responsables
también, al reducirse gravemente su capacidad de convencimiento y
eficacia. Al llegarse a tal extremo, el pueblo se resistirá a los
entes políticos, se comenzará a percibir que las instituciones
antiguas perecerán pronto, dado que el soberano deja de creer en
ellas, son ajenas a él, pues las emplea el más fuerte; al ser
inseguras tendrán limitaciones en cuanto a reafirmar su creencia o
recobrar el valor que antes pudieron haber poseído.
De este modo, seremos testigos de la erosión del Estado nacional y la
ruina del gobernante (el príncipe, según el florentino), asi como de
la pérdida del control ideológico del Estado sobre la sociedad civil
(Antonio Gramsci, 1891 - 1937). Las fisuras se han de ensanchar entre
ambas instancias, tal que la gradual ruptura en las
intercomunicaciones entre ambas instancias ha de acarrear “el mal
gobierno”, el desorden, en pérdida de confianza en “la fe pactada” con
los líderes y responsables del funcionamiento de los órganos del
Estado. (El príncipe o) el gobernante trastabilla. "Ya no piensa bien
para congeniar con la sociedad civil", se distancia de la virtud de
ser fiel a su palabra y de “obrar siempre francamente”, una disciplina
de la “ética política” (Jean Jacques Chevallier, 1974), que, de ser
acatada, habrá de comprometer al líder a conciliar de manera constante
con la sociedad civil".
Pero, si en vez de este valor, (el príncipe) emplea el vicio de
sustituir el comportamiento virtuoso por “frases ampulosas, llenas de
adornos extraños” (la demagogia), ello lo conducirá a la pérdida de
poder dentro del Estado. Enseguida no más, salen a flote los reproches
de los súbditos o del soberano - complicación que en nuestros tiempos
salpica peligrosamente a los partidos políticos, “el príncipe
corporativo”, estos, las entidades mediadoras entre la sociedad
política y la sociedad civil, aunque susceptibles de amenazar la
institucionalidad, “al obsesionarse por las conjuraciones”.
En el contexto de un panorama decadente, el Estado pierde la
perspectiva del bien o el sentido de la evolución. Por lo tanto, las
anormalidades habrán de salir a la superficie; en su conjunto
adquieren el rasgo de peligrosas mutaciones, a este nivel se
“perdieron los Estados”, como decía Maquiavelo. En casos de opresión y
desorden, la aplicación de “la fuerza justa”, la cual es hasta
imprescindible (ya sea la del derecho o hasta la física, pero bien
empleadas para conservar el Estado, al contrario de las crueldades mal
practicadas) estará lejos, en un momento determinado, de ser la receta
(será injusta) contra “el río impetuoso que descarga sus furores”, la
metáfora de un Estado nacional que entró en “ruina”.
Hasta aquí llegó a acechar la sombra de la destrucción, al acentuarse
los vacíos de legitimidad, que solo la previene la estabilidad y
fortalecimiento social; que es a su vez la materia prima del poder.
Ese vacío, el cual representa el factor de riesgo mayúsculo de los
Estados democráticos y pacíficos, sobre todo que ellos se muestran
débiles, pues pueden carecer “de armas y fuerza” para mantenerse,
adquirir persuasión y ofrecer seguridad. Incluso, al desgastarse sus
puntales, perder su misión, será posible que el Estado dé chance a la
tiranía o a la anarquía. Igualmente, los intereses particulares (los
nuevos “invasores”) tenderán a superponerse por encima del bien común,
el que acoge la virtud y la dignidad de los derechos fundamentales del
soberano, quien pide únicamente estar lejos de la opresión.
Los Estados han de trabajar en preservar “sus raíces profundas”, nos
enseñó Maquiavelo. De esta sabiduría se desprende el arte de gobernar,
lo cual se impone frente a los factores manifiestamente adversos. “Es
menester, pues, que el dirigente tenga el espíritu bastante flexible
para girar a todos lados, según venga el viento y lo ordenen los
accidentes de la fortuna”. Asimismo, resulta fundamental que el líder
(o el príncipe) conserve su vida, la del Estado y la sociedad (fin
“teleológico”). Si ha de conseguirlo - esto es el éxito político, como
resultado - , todos los medios que deba emplear - preferiblemente los
buenos, si la condición humana lo permite, pero, también es dable la
crudeza, porque “el hombre es malo” también - serán juzgados
honorables y alabados por todo el mundo (Maquiavelo/Jean Jacques
Chevalier).
En lo más allá del bien y del mal reside el interés del Estado: evitar
los desórdenes (sean los provocados por “los bárbaros”), los que
hieren la sociedad entera, a quien hay que proteger, expresaba
Maquiavelo, pues es aquí donde “radica la verdadera clemencia del
Estado”; el aparato guiado por la cabeza y las manos de un príncipe
(“temido, no odiado”), que sepa emplear las habilidades del zorro -
que disimula y evita la trampa - , así también las del león - dueño de
su fuerza -; todo ello, para espantar los lobos, o sea, los enemigos.
Tampoco ese príncipe puede ser demasiado bueno, pues en la sociedad
hay perfidia, ella estará presente en “la realidad de las cosas”, a lo
cual hay que atenerse, por cuanto “las especulaciones dan lugar a un
juego de tontos” (Chevallier, idem). En ello consisten parte de las
cualidades del “príncipe”, ilusionado en conservar una sociedad nueva
y libre, quien para alcanzarla, además de conciliarse con los
súbditos, debe aprender, en un mundo de tantos malvados (o lobos), a
no ser siempre bueno, a serlo o a no serlo, “según la necesidad”.
De estas abstracciones personales, a veces caprichosas acerca de
nuestro Maquiavelo, nos hemos tomado la libertad de expresar la
profunda admiración por Juan Manuel Santos Calderón, Presidente de
Colombia, que sabe distinguir perfectamente entre el bien y el mal,
además de ser un conocedor “de las servidumbres de la condición
humana”, parte de las enseñanzas, exigidas por el florentino. Dándole
la espalda a la cobardía y la irracionalidad de las pasiones (de los
lobos), seguro que el Presidente Santos, mediante su propuesta de paz
llegará a evitar la ruina de lo que pudo haber sido la perpetuación de
una república incurable con instituciones perdidas, con gente
oprimida, vicios que tanto le provocaron dolor a Maquiavelo. Adelante
Colombia.
Ronald Obaldía González (Opinión personal).
lunes, 7 de septiembre de 2015
EVOCANDO A JUAN JACOBO ROUSSEAU (1712 - 1778).
EVOCANDO A JUAN JACOBO ROUSSEAU (1712 - 1778).
En la civilización occidental se ha hecho común desplazar de los sistemas educativos la enseñanza de la religión, la filosofía, la psicología; en términos generales, lo que damos en llamar las ciencias humanistas. Costa Rica tampoco se ha escapado de este error monumental.
En nuestros niveles intermedios de formación colegial, nos resultó provechoso haber tenido contacto con la inteligente profesora de psicología, comprometida en inculcar a sus alumnos a tener conciencia del valor de la introspección, como hábito de vida, lo cual los alejaría, según ella, del autoengaño y la mentira personales. En cambio, todavía un expresidente costarricense en repetidas ocasiones se ha pronunciado en contra de la inclinación de la juventud hacia tales estudios académicos, cuando en esta época se impone que desde la niñez se aprendan los postulados básicos de esos saberes.
El fondo de esa sibilina concepción pragmatista y utilitarista incita al ser humano a girar alrededor de la producción, el mercado y el lucro, y no al revés: que sean estas creaciones materiales las que presupongan como eje central a la persona humana, "ésta el centro y medida de todas las cosas". En esta línea, se coloca en primer orden la enseñanza y la aplicación de los principios y postulados de los saberes humanistas desde los niveles básicos de la educación, pues hay un hondo vacío, con la ventaja de que ello ha de contribuir a la construcción de pueblos más virtuosos, ilustrados, prudentes, guiados por el bien común, en su sentido amplio, así como lo había enunciado el ginebrino Juan Jacobo Rousseau, igualmente convencido de las ideas democráticas, como sus antecesores humanistas liberales.
Dado que esta vez nuestro móvil es Rousseau, hay que comenzar y tener en cuenta uno de los postulados principales del filósofo, en cuanto a plantear "que el hombre es bueno por naturaleza", quien lo corrompe es la sociedad - decía - , siempre y cuando su comportamiento se distancie de su estado natural. Ese estado que en nuestros tiempos sería el reencuentro constante con las grandes verdades: la libertad, la justicia (proveniente de Dios) y la igualdad, lo cual nos conduce alcanzar "felicidad pública", clase de virtud, en el estado social, o la convivencia en colectividad, sujeta al espíritu de cuerpo, ésta que implica el renunciamiento de sí mismo, como lo entendía del mismo modo Montesquieu.
En tal orden y coincidentes con los fundamentos rousseaunistas, los gobiernos y las instituciones políticas se encargarán de la ejecución de las leyes (legitimadas) y del mantenimiento de la justicia, la libertad, tanto civil como política (Jean-Jacques Chevallier, 1974). El aparato de fuerza como tal, que junto con las leyes (flexibles), que además de estar al servicio del soberano (o el pueblo), habrían de expresar la voluntad general, que para Rousseau equivalía al soberano o el "Todo o cuerpo social". Entidad y organización viviente, “que es cada uno de nosotros en espíritu de cuerpo”, en el cual a la vez nadie puede ser injusto consigo mismo (menos con los demás), toda vez de tener presente que en el contrato social se comisiona el buen juicio y el compromiso de “la moderación en los ricos y el contentamiento de los pobres”. Pues todos están sometidos a la naturaleza física, a las necesidades físicas, a las "cosas" materiales, que habrán de satisfacerse.
Al cabo que en unidad y paz alcanzamos sabiduría, en tanto la naturaleza, el corazón y la razón dirijan nuestros actos. Es prevenir al mismo tiempo que se imponga la tiranía y el abuso de un reducido grupo de hombres, que, movidos por intereses particulares y egoístas, la avaricia, los vicios, consiguen debilitar el espíritu y “los lazos sociales”, que para Rousseau “son sagrados”. Exactamente, lo que abunda en la sociedad contemporánea es la preocupación mayor por “la gula excesiva del tener” y acumular, en lugar de ser (y crecer) en libertad natural, virtud, así como en genialidad.
En palabras adicionales, que son nuestras imaginaciones, entramos en las "turbadoras cuestiones", esas que en Occidente tienden a apartar a Dios y, en consecuencia, a despreciar nuestra “desnaturación”, es decir, el desligarse del ideal y la experiencia de la transformación, la cual supone que el ser humano, para su bien y para el de todos, es capaz de criar, en libertad, frutos sociales, lo que hace que su alma entera se desarrolle en razón y ennoblecimiento.
Marcado en todas sus fibras por el cristianismo (Chevallier, idem), a sabiendas que el reino del otro mundo podría convertirse en éste, a nuestro juicio Rousseau hubiera señalado el aborto, como parte de las "ruinas espirituales", asimismo, la ideología comercial y de muerte que lo lleva del brazo; sea a su vez el creciente deterioro del medio ambiente, que en la realidad es la autodestrucción del ser humano; la falta de miedo a la muerte y la subcultura que la intensifica, atizada por la incontenible producción y comercio de armas, que llegan a ser conductas "antisociales", o “dictaduras”, contrapuestas al instinto de sobrevivencia, esto mismo inherente a la naturaleza providente: “dogma positivo” para nuestro filósofo preferido.
Nos preguntamos cuál sería el pensamiento de Rousseau si hubiera sido testigo de la indiferencia e insensibilidad, prevaleciente frente al drama de los emigrantes sirios, libios y africanos, quienes huyen de sus propios países, deprimidos en la guerra ("antisocial" por naturaleza). Probablemente, nuestro filósofo se estaría sometiendo a la tesis del inglés Thomas Hobbes (1588-1679), quien había proclamado que el ser
humano, es malvado y cruel de nacimiento, que vivía matándose y conspirando unos contra otros (Esteban Galisteo Gámez, 2013).
Al aceptar el castigo a los malvados y los intolerantes, seguro que el ginebrino hubiera censurado los macabros eventos en mención, reportados por la prensa internacional desde el mar Mediterráneo, donde más allá de su ribera sur presenciamos con angustia la indecisión de las instituciones políticas y, simultáneamente, la resistencia de los neofascistas y ultraderechistas europeos (“los insociables”), amenazando en sus propios Estados nacionales a los refugiados e inmigrantes, a quienes por su parte otros “malvados” (merecedores de castigos) y los déspotas de sus naciones de origen les negaron la “felicidad pública”, ni siquiera “en sus corazones” malignos entró el reconocimiento “de los sagrados contratos sociales”.
Es de imaginar que el Rousseau del Siglo XXl se hubiera arrepentido de enunciar más atrás que “el hombre es bueno por naturaleza”, se hubiera reconocido mejor en el estado primitivo de la humanidad, cuando en verdad lo era. En cambio, lo de ahora - la muerte de inmigrantes en alta mar - es nada menos que la falta de moral y ausencia de caridad, mejor dicho, representa la “insociabilidad”.
Si los seguidores de su pensamiento hablaran por él en el Siglo XXl, habrían de poner de manifiesto el doloroso panorama de la descalificación de “la moralidad” y la felicidad “de la vida futura”. Una ética ampliamente intrínseca en el espíritu de “los contratos o pactos sociales”, que, según filósofo liberal y cristiano, siempre hubieron de colocar la dignidad y el respeto del ser humano (derecho divino natural) por encima de cualquier argumentación política y cultural (o del derecho civil). Habría de ser la responsabilidad y compromiso del soberano, que al ser, por naturaleza, solidario y generoso consigo mismo, igualmente lo “debería ser” con el extranjero, sobre todo con el oprimido, un sueño al cual a nuestro Rousseau le faltó tiempo, a que de nuevo y amorosamente se hubiera abierto. Sin embargo, quien quita que en las actuales angustias y apremios puedan renacer las genialidades.
Ronald Obaldía González (Opinión personal).
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