jueves, 7 de noviembre de 2019

EN CHILE: LA EBULLICIÓN SOCIAL HACE TAMBALEAR AL GOBIERNO. AUTOR: RONALD OBALDÍA GONZÁLEZ

EN CHILE: LA EBULLICIÓN SOCIAL HACE TAMBALEAR AL GOBIERNO. Autor: Ronald Obaldía González Desde el comienzo de la formación del Estado nacional, Chile ha crecido como una economía agrominera, orientada a los mercados internacionales. Los yacimientos de cobre, el carbón piedra, salitre y la minería de la plata, pujantes desde 1840 se habían expandido de manera vertiginosa; llegaron a ser la base de la economía. Las élites políticas y económicas se aprovecharon de esas riquezas, para iniciar el proceso de acumulación de capital (Guía del Mundo. Instituto del Tercer Mundo, 2009). El origen de ellas descansó en el mestizaje de la población nativa y la inmigración europea. Asimismo, han sido social y culturalmente verticales, férreas, racistas, además de conservadoras, atacaron las ideas liberales, las que hasta la década de 1860 apenas comenzaron a dominar en las sociedades política y civil chilenas. A raíz de ese creciente desarrollo económico, el ferrocarril logró poseer un marcado auge. En plena revolución industrial a nivel global del Siglo XlX, la demanda de cobre aumentaba, por lo que Chile se convirtió en el principal productor de este metal, llegando a abastecer el 30% de la demanda mundial, lo cual alentó la intensificación de los capitales financieros, interconectados a los mercados extranjeros, particularmente los británicos. Chile se colocó como la potencia del Pacífico (ídem). Con la explotación del salitre, entre alianzas de chilenos acaudalados y los británicos, se apoderaron de los minerales de Bolivia, donde se rehusaron a pagar impuestos a la exportación, mediante acuerdos leoninos. Razón por la cual iniciaron los reclamos bolivianos, el detonante de la Guerra del Pacífico (1879 – 1884), cuando Bolivia perdió territorios, entre ellos Arica, Antofagasta, entre otros. En 1881 los chilenos conquistaron las tierras de los aborígenes Mapuches, arraigados en la Araucaria, hasta esa fecha el Estado chileno pudo imponer su dominio sobre los aguerridos Mapuches, quienes no pocas batallas le habían ganado a los españoles en tiempos de la conquista y la colonia. Dicha población originaria constantemente ha sido discriminada, reprimida, perseguida, al cabo que sus territorios ancestrales, en grandes proporciones le han sido arrebatados tanto por el Estado y la gente no indígena, con el propósito de habilitarse a proyectos forestales y de producción de energía eléctrica (ídem). EL ESTALLIDO SOCIAL EN CHILE, iniciado el pasado 18 de octubre, el cual, dicho sea de paso, carece de un líder explícito y de un pliego de peticiones preciso (AFP), “tomó por sorpresa” a la clase dirigente, sean los pertenecientes a las formaciones derechistas oficialistas y los de la cuestionada oposición centroizquierdista. A las inmediatas, lo hizo reventar el anuncio del alza de 3,75% en la tarifa del metro o tren de Santiago, la Capital de esa nación suramericana. Lo cual desembocó en la mayor crisis social y política, desde el retorno a la democracia, así lo pone de relieve el expresidente Ricardo Lagos. El incendio costará apagarlo - las manifestaciones se repiten día a día -, al cabo que es incierto si, para eso, habrá de ser una solución factible, el llamado al plebiscito, con tal de impulsar una nueva Constitución Política, la cual llegue a reemplazar la de 1980, aprobada con base en usuales artificios del régimen militar (1973 – 1990), presidido en aquel entonces por Augusto Pinochet. Éste, apoyado por los sectores derechistas y las élites conservadores, quienes todavía continúan entronizados “en la política del poder”, obstruyendo todo lo que asemeje a reforma social y económica. Lo argumentó Camillo Cavour mentor de la unificación italiana en el Siglo XlX: “Las reformas adoptadas a tiempo debilitan el espíritu revolucionario”, Por el contrario, cuando se adoptan demasiado tarde, solo avivan el malestar popular (Dominique Moisi). Las protestas las encienden las históricas demandas, en pos de “la agenda social”, la cual se prolongó de manera peligrosa. Había sido ignorada, o circulado en la oscuridad. La fuerza de las peticiones, en su conjunto han puesto en entredicho aquella “nación triunfadora y Edénica”. Por eso Chile ofrece lecciones dignas de ser tomadas de manera cautelosa por el resto de las democracias occidentales. Los ciudadanos de esta época abogan por tener acceso justo a los bienes y servicios, los que permitan tener una mejor educación, una mejor salud, una mejor vejez. “En otras palabras, que la sociedad empiece a avanzar, para que todos seamos iguales en dignidad. Es lo que el filósofo Norberto Bobbio llamaba un mínimo civilizatorio”. Toda sociedad, dice él, tiene que tener algo en que todos los ciudadanos seamos iguales (Ricardo Lagos). Entre los reclamos (antisistema), desprendidos del Chile convulsionado, convergen distintos intereses y necesidades. Se exigen impuestos a los grandes patrimonios; incrementos en los salarios, el freno al alto costo de vida; el aumento del 20% de las pensiones, cuyo sistema cubre (precariamente) a 1,5 millones de personas, ni los montos sobrepasan los $300. Se refuerzan con la asignación de mayores recursos a los servicios públicos, tales como el de la educación y la salud – la adquisición a bajo costo de excelentes medicamentos – y rebajas en las tarifas; la construcción de viviendas; el mejor abastecimiento del agua en las zonas rurales; el freno a la corrupción y los privilegios en el gobierno. También la puntería se dirige a los parlamentarios, se piensa que se les debe disminuir los salarios y las asignaciones, los que oscilan entre $27.000 y $44.000; al mismo tiempo se demanda la disminución del número de ellos. NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO. Lo antes dicho, lo acoplamos al “efecto Pigmalión”, patrimonio de la mitología griega. En el caso chileno, puede significar de este modo: “háganos creer que eres un asunto genial, sin serlo. Quizás acabarás siéndolo, si intentas ajustarte a ese rol de genio. Posiblemente, los demás te evaluarán bien, a pesar de estar equivocados”. El brote de indignación social no se trata del precio del transporte, ello es secundario y trivial (Dominique Moisi), sino de algo más profundo: ha revelado una herida que el crecimiento económico había logrado restañar, la desigualdad. Al extremo que Mónica de Bolle, investigadora del Instituto Peterson de Economía Internacional, expresó que varios países de América Latina desaprovecharon el auge de las materias primas, lo que a principios de siglo sacó a millones de personas de la pobreza en la región. Un estudio reciente reveló que si bien la clase media se ha ensanchado, el 1 por ciento de la población chilena acumula el 25 por ciento de la riqueza generada. La desigualdad no es nueva, pero hasta ahora se había tolerado por las engañosas promesas de estabilidad, la reducción de la pobreza y la expansión del consumo (Carlos Peña). Chile parecía funcionar racionalmente bien. Se autoproclamaba como “uno de los países más competitivos, prósperos y estables de América Latina”, gracias “al empuje empresarial en toda escala”. Bajo el régimen militar de Augusto Pinochet, luego con la transición a la democracia (1990), la economía nacional llegó a consolidar un proceso de expansión con un crecimiento anual del 6%, en lo cual contribuyeron sobre todo los elevados niveles de inversión extranjera y el crecimiento de las exportaciones. No obstante, se omitió informar sobre la distribución del ingreso, las percepciones de justicia social, la sensación de vulnerabilidad financiera de la población, u otras condiciones como la confianza y el buen gobierno, todo lo cual pesa bastante en la calidad de vida general (Jeffrey D. Sachs). Valga la digresión, al recapitular que, con el ascenso del régimen militar ultraderechista, las compañías transnacionales recuperaron sus expropiados capitales y unidades productivas, nacionalizadas por el régimen izquierdista de Salvador Allende (1970 – 1973), quien por su parte había estatizado la producción del cobre, el comercio exterior, la banca privada. Asimismo, había radicalizado la reforma agraria, fomentando modalidades colectivistas de producción. Lo visto en las imágenes de la televisión y los despachos de prensa dan cuenta de las grietas y contradicciones internas del “modelo chileno”, sustentado en los postulados ideológicos del Consenso de Washington, una corriente de pensamiento económico inspirada en “las ortodoxas recetas neoliberales del profesor Milton Friedman y la Escuela de Chicago”. En palabras breves: lo inherente a la tesis de la puesta en funcionamiento de la economía (abierta) de mercado, en su pureza; lo cual comporta la escasa presencia del Estado en las decisiones del sistema económico, las cuales se trasladan al sector privado; en cuenta las áreas de los servicios de salud, educación y pensiones, etcétera; la menor fijación de impuestos a los adinerados; la apertura comercial con todas las naciones, por lo que en adelante los tratados de libre comercio adquirirán notoriedad. El crítico panorama, el cual estremece a la administración del multimillonario y conservador presidente Sebastián Piñera, a quien se le está obligando a renunciar a la Presidencia, es el producto de males (estructurales), acumulados desde casi tres décadas, y más antes. Entre ellos, la persistente desigualdad social y la deficiente calidad de los servicios públicos. Las serias sequías que golpean al territorio nacional han acrecentado el malestar de la gente, tras eso el servicio del agua lo han privatizado. La responsabilidad recayó en la derecha, en los centro-izquierdistas gobiernos de la Concertación, así también en los empresarios acaudalados, pues permitieron el negocio del líquido a costa de un derecho básico y generalizado en casi todo el mundo (Javier Ilabaca). En tanto, los distintos gobiernos – los de veinte años de la Concertación, los dos de Piñera - tampoco “fueron capaces de reconocer y solventar las inequidades en toda su magnitud”. Las frustraciones, de lo que han dado tanto que hablar, se tradujeron esta vez en disturbios. Las cuales se achacan al fracaso de los (menguantes) paradigmas de la globalización, las políticas de los mercados libres y abiertos, así como al pro-mercado y la apertura económica, pese al impresionante desempeño de Chile en materia de crecimiento y modernización económica – un paraíso triunfador, publicitado por el activismo diplomático -, apenas favorecedor de los empresarios ricos y las clases sociales tradicionales y adineradas. Para colmo de males, todavía se tienen demasiado lejos los presuntos beneficios, resultantes de las profecías del famoso “goteo o chorreo” (“trickle down”), cuando se había planteado la distribución de la riqueza. Esto es, el mejoramiento de los estándares de vida de la mayoría de los chilenos, a la espera en que las élites económicas alcanzaran, a través del libre mercado, los más elevados niveles de acumulación de capital. Pasó que la fallida modalidad de “neoliberalismo “tuvo mecha corta” en la sociedad chilena. Los adinerados y las clases dirigentes se olvidaron de distribuir la riqueza del pretendido “goteo”. Todo quedó en la retórica, “a contramano” de las expectativas de la población, quien se muestra impotente de impulsar una configuración de alianzas verdaderamente democráticas, la cual rompa con el neo-pinochetismo. El futuro se muestra sombrío (Jeremy Adelman; Pablo Pryluka) con las rebeliones en las calles, las que el gobierno es incapaz de desactivar, ni siquiera ofreciendo una agenda política blanda. Casi nadie se atreve a pronosticar la duración de los desarreglos y de la insatisfacción, porque empeora la desconfianza en el gobierno, en las instituciones jurídicas y los partidos políticos. Más cuando, ni los partidos izquierdistas, tampoco los derechistas han tenido la habilidad de superar la grave crisis de representatividad. Apenas vota el 49% de los electores en los comicios generales. El Programa de la ONU para el Desarrollo (PNUD) publicó en 2016 su encuesta Auditoría a la Democracia, donde advierte de “un problema de carácter estructural”, y señala que “el descontento de la ciudadanía con el funcionamiento del sistema político y sus instituciones ha sido paulatino más que repentino”. Comparando los datos de 2008 y 2016, quienes no se identifican ni con la izquierda, ni el centro, ni la derecha pasaron de ser un 34% a un 68%. Quienes no se sienten representados con ningún partido político, de un 53% a un 83%. Al mismo tiempo, lo demuestra la popularidad del Presidente Piñera, quien se resiste a renunciar a su cargo: los ciudadanos lo han castigado, y su respaldo ha caído a un histórico récord del 14% (Rocío Montes, ídem). Al caer la dictadura, repudiada por la mayoría de la gente, el orden establecido por Pinochet corrió más allá, quedó casi intacto. La democracia chilena fue y ha sido una democracia tutelada por la herencia pinochetista (Sergio Erick Ardón. El usufructo de ella se encuentra en manos de las fuerzas armadas. Estas, eso sí, en estos tiempos son menos represivas, a diferencia de la época de Pinochet, “quien gobernó a sangre fría”. LOS CENTROIZQUIERDISTAS DEFRAUDARON. Cuesta entender que los herederos del ideario de Allende pactaran con el tirano y sus secuaces, aquellos que sentaron las bases del “CHILE.S.A”, la voraz sociedad militarizada y empresarial más "limpia y perfecta" de todas las que se ensayaron en el continente (Ardón, ídem). De la no existencia de oposición, asesinada, bien reprimida, o exiliada, favoreció que Pinochet y los suyos hicieran los que les vino en gana (ídem). Los gestores “del retorno al régimen político civil” se realinearon, tal que descartaron modificar el modelo de mercados libres y desregulados - se fascinaron con él - el cual se mantuvo arraigado en la democracia, lograda por la transición (Carlos Alberto Montaner). Siquiera pudieron haberlo suavizado. Más bien parodiaron la corrupción. Con realismo y verdadero cálculo recuperaron el lugar perdido de fracción política y económica dominante. Cedieron a la propuesta derechista, a efecto de que Pinochet se incorporara como Senador vitalicio del Poder Legislativo de la República; luego hasta impidieron que permaneciera detenido en Inglaterra en octubre de 1998, a causa de crímenes de lesa humanidad (Guía del Mundo. Instituto del Tercer Mundo, 2009). Las denominaciones políticas de centro-izquierda al ascender otra vez al poder se tomaron en serio el pacto político hacia la transición; así como dijimos, los logros económicos de “la agenda neoliberal” a ultranza, impuesta por el régimen dictatorial de Pinochet, quien gracias a un golpe militar alevoso y sangriento (Ardón, ídem), apoyado por la oligarquía, las capas sociales medias, la intervención de la CIA estadounidense, derrocó al legítimo gobierno socialista de Salvador Allende (1970 – 1973). Las contradicciones internas en el seno de su partido, la Unidad Popular, dieron al traste con el ideario socialista, aparte de que hubo profundos desequilibrios en la economía, entre ellos, la irrefrenable inflación, aunados al desabastecimiento de los bienes y servicios (Guía del Mundo, ídem). Buena parte de la ciudadanía le hace reclamos al partido centroizquierda, ya que desde 1990 administra un modelo económico heredado de la dictadura (Montes, ídem), incluso la privatización de empresas y servicios públicos. “Al extremo que en Chile solo el 20% de los 18 millones de habitantes acceden a la salud privada”. Se le critica a la formación centroizquierda haber llevado adelante una transición pactada con el régimen militar, con el pretexto que en aquel entonces la figura de Pinochet era un lastre irremediable para la democratización avanzada. Desde 1990 no solo decoró el neoliberalismo heredado de Pinochet, con ligeras variantes en las políticas sociales, supuestamente protectoras de los menos favorecidos (Jeremy Adelman; Pablo Pryluka), sino que llegó a prestarse a maquillar los datos económicos y sociales en los tiempos que ha ejercido el poder. Al país lo hacían encabezar todos los índices económicos y sociales de América Latina, incluido el de la honradez, según Transparencia Internacional (Carlos Alberto Montaner). A tal corriente opositora, en este lapso deprimida, dividida internamente, en un primer momento de las manifestaciones callejeras de octubre pasado, le costó condenar la respuesta violencia desatada por las fuerzas armadas; fue demasiado ambigua, lo que es parte del desencanto y la desconfianza, atravesada por la ciudadanía en este 2019. Por eso “las multitudes que protestan no están guiadas por partidos ni por movimientos visibles”, ni por cabecillas, menos aún por la izquierda y la derecha o dirigentes populistas. Hasta “carecen de un conjunto claro y específico de reivindicaciones relacionadas con el poder político”, tanto que los aborígenes Mapuches, perseguidos por Pinochet y los centroizquierdistas, a ellas se han adherido. La gente lo que quiere “es que haya bienes públicos al alcance de todos los chilenos”, que el crecimiento económico, sea acompañado de reforma institucional democrática, tal que se remedie la brecha de la desigualdad y la exclusión social (Carlos Peña). PARÁMETROS ECONÓMICOS Y SOCIALES. Sea válida una de las conclusiones alrededor de la transición democrática, la cual solo vino a entregarse a los empresarios y los ricos. Por eso, las revueltas de la población se enfilan a forjar cambios profundos al modelo económico del país, por cuanto este “marginó los intereses de las grandes mayorías. La gente de bajos ingresos se ha alzado contra un sistema desgastado, cuyas “cartas” son objeto de descrédito. Hay baja movilidad social; el chileno siente estancamiento en sus vidas. Chile posee la mayor desigualdad de ingresos en la OCDE, el club de países de altos ingresos (Jeffrey D. Sachs). Cabe subrayar que el promedio mensual de los salarios de casi el 75% de la clase trabajadora no supera los $500. La pobreza afecta el 25% de la población. La carga tributaria se ha mantenido prácticamente igual durante suficiente tiempo: en torno al 18% y 20% respecto al producto nacional bruto, una cifra magra. Los europeos están todos alrededor del 35% y 40%. Estados Unidos de América cerca del 30%. Esa carga tributaria no permite generar una mejora en la igualdad de los ingresos. En Chile, además, la mitad de los impuestos que se pagan corresponden al impuesto al valor agregado, al IVA, el más regresivo de los impuestos (Ricardo Lagos, expresidente de Chile). Este comportamiento tributario obedece a imposiciones de la derecha conservadora. En esta misma línea política, nada es de extrañar que el Presidente Piñera impulsara reformas que han de reducir los impuestos a los más ricos, según él, en un esfuerzo por atraer inversiones e impulsar el crecimiento. Chile vive una desaceleración económica; el Banco Mundial ha bajado las expectativas de crecimiento para este año y el próximo (Peña, ídem). Desde el 2013 hasta hoy la economía suya ha crecido menos del 3%, a diferencia del crecimiento del 6% registrado en la etapa adulta del régimen militar y en los gobiernos civiles de la Concertación (centroizquierdista), excepto con la Presidenta Michelle Bachelet. Este año ha sido afectada por las tensiones comerciales de carácter global (2014 – 2018), a causa de la caída en el precio del cobre (su principal materia prima de exportación) y el aumento de los precios del petróleo. Con todo, está en mejor forma que las economías de algunos de sus países vecinos. EL FARDO SE TORNA PESADO. Además de la desaceleración, y en su contra el constante y rotundo rechazo ciudadano, el Gobierno de Sebastián Piñera, quien ha llevado todas las de perder, intenta infructuosamente encontrar una salida a la crisis social, teniendo presente el diálogo con las fuerzas de la oposición, y de paso la formulación de “la agenda social” (ídem), en la cual tímidamente se contempla, entre otras materias, la mejora inmediata de las pensiones; el subsidio a medicamentos; la creación de un ingreso mínimo garantizado; la estabilización de las tarifas eléctricas; el aumento de impuestos a los sectores de mayores ingresos. La agenda suya llegó a ser descartada de plano, se le considera insuficiente (ídem). Habida cuenta de la responsabilidad de él en relación con los asesinatos durante las protestas, esto por haber lanzado los militares a las calles; se los cobrarán tarde o temprano; hasta algunos jueces le han advertido que las pérdidas de vidas no quedarán impunes. En cambio, los sectores políticos adversos a él, así también los manifestantes, están convencidos de su propia contrapropuesta, consistente en la realización del plebiscito hacia la nueva Constitución Política, aparejada a las presiones que buscan la pronta salida de Piñera de la Presidencia de la República. La agitación social ha puesto en evidencia las abiertas tentaciones y condenables señales de militarización, como también las denuncias de violaciones de los derechos humanos. Lo cierto del caso es que la escalada de protestas las ha reprimido de forma sangrienta el ejército y “los carabineros”, lo cual hizo recordar los traumas de “los toque de queda” de los diecisiete años de la criminal dictadura de Augusto Pinochet (1973 – 1990). Al quien precisamente Fernando Volio Jiménez, canciller costarricense y tratadista internacional hubo de enfrentar y perseguir de manera incesante por los crímenes de lesa humanidad, sustentados en “la doctrina de seguridad nacional”, así también en su corolario extrafronterizo, la “Operación Cóndor”, la estrategia aglutinante de las dictaduras militares de América del Sur, cuyo objetivo fue el de cooperar en la eliminación de los movimientos contestatarios y fácticos, entre ellos las guerrillas urbana y rural. Para algunos analistas, como Ascanio Cavallo, “simbólicamente, el Gobierno está acabado”, sobre todo después de que en días pasados anunciara la cancelación del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), el cual se celebraría en Santiago en noviembre, al igual que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25), en diciembre. “Eran los mayores logros del Gobierno en materia internacional. El segundo desafío, lograr que la economía repunte, sino también lo daría por muerto” (Cavallo, ídem). Esto último pareciera el pronóstico más cercano. A Piñera solo le resultó inesperado caer “en guerra frente a un enemigo poderoso”, así torpemente lo reseñó. Sí, los distintos conglomerados sociales, gestores de una sociedad menos desigual (Ardón, ídem). Entonces es de prever que se abran las heridas del pasado. A MANERA DE CONCLUSIÓN. El Estado de derecho chileno se podrá imponer en el escalamiento de la crisis, siempre y cuando se conceda prioridad a las reformas sociales, a la defensa de las libertades civiles, y a su vez sea asegurado el crecimiento económico; obviamente en esto cumplirá un rol decisor las fuerzas armadas (Carlos Peña). A prueba se pondrá si en ellas, al lado de las clases de adineradas, descansará el tutelaje del sistema político. Las sociedades nacionales requieren “una racionalidad más bien dirigida a la procura del bien común y la equidad” (José María Gutiérrez,UdeCR), a la consolidación del pluralismo democrático. Jeffrey D. Sachs lo postula acertadamente, posee el rostro de un consejo a Chile, en cuanto a hacer reales todos esos principios éticos y políticos en provisiones superiores de servicios públicos; en la mejor justicia redistributiva del ingreso entre ricos y pobres, movilidad y ascenso social, más inversión pública para alcanzar la sustentabilidad ambiental. El imperativo consiste en prevenir la baja confianza social, la elevada desigualdad, las grietas sociales, así como la sensación generalizada de injusticia e infelicidad de los ciudadanos.