El interés global por las migraciones.
Probablemente, ha pasado inadvertido en la ciudadanía costarricense uno de los principales postulados de la excelente Ley General de Migración y Extranjería, la cual hace referencia “al derecho a no migrar”.
Por supuesto que el postulado refleja la tradición y la identidad de los costarricenses, en lo que respecta “al arraigo”, una realidad objetiva de carácter psicosocial, hasta bien valorada y aplicada por nuestro sistema judicial, como paliativo dentro de las medidas cautelares, impuestas por un juez contra una persona que ha cometido un ilícito, previo a dictar sentencia.
El “derecho a no migrar” y el arraigo de una persona en el país poseen en Costa Rica un enorme parentesco. Ambos denotan la capacidad o el interés natural del Estado de retener a sus habitantes en su jurisdicción territorial. Son parte de los bondadosos deberes y responsabilidades del Estado nacional, fundamentado en el liberalismo político.
En cambio, el derecho a no migrar y el arraigo caminan bastante lejos de determinados Estados, quienes se distinguen por ser reconocidos emisores de migraciones, específicamente de sus propios ciudadanos. Casi que eso forma parte de su política de Estado: propiciar sutil o explícitamente la forma de reasentar a sus ciudadanos en otros países, cuya condición de receptores de extranjeros, los hace vulnerables a una gama de complejidades y sensibilidades domésticas, que advierten también consecuencias en sus relaciones exteriores con otros Estados o regiones.
La base de los intercambios políticos y económicos entre México y los Estados Unidos de América descansa primordialmente en las corrientes migratorias, por aquí arrancó lo que se multiplicó en este tiempo. El rol receptor de migrantes de los estadounidenses se elevó a niveles imprevisibles, al menos eso se descartaba a mediados del siglo pasado.
A partir de entonces, los latinoamericanos, los asiáticos y africanos, del ambiente de composición del Tercer Mundo, es decir, contingentes de seres humanos, provenientes de dichas latitudes, se convencieron del “sueño americano”. Los migrantes encontraron en la tierra del Tío Sam, en Europa, luego en Japón y Canadá, el bienestar y la prosperidad, negados en sus sociedades de origen, estancadas por los gobiernos ineptos y despóticos, la desigualdad social y los agudos desequilibrios entre las formas de vida urbana y rural.
Parte de las verdades residen en que la mayoría de estas personas lograron reconstruir sus vidas en sus nuevos destinos, todo lo contrario de si hubieran permanecido en sus países de nacimiento, donde la pobreza y el retraso social les ofrecía escasas oportunidades de realización personal.
Sin embargo, la reaparición de comportamientos anti-inmigracionistas en los habitantes de los Estados Unidos de América y Europa es un hecho innegable. De manera preocupante, se ha puesto de relieve en la campaña electoral de Francia, es el tema de fondo, dado que ahí se percibe que el fenómeno migratorio se ha excedido, al cabo de calificarlo como un alto factor de riesgo a la seguridad nacional.
Tampoco el ataque desmesurado contra tales reacciones es la solución, porque los Estados emisores poseen el mayor peso de las responsabilidades en el eslabón emigratorio, y que nadie venga con otro cuento - , por cuanto el país de destino está exento de la obligación de cargar con la ausencia de buenos gobiernos y política social en los países emisores. Los discursos y los argumentos internacionales pecan en ocultar reiteradamente tal penosa realidad. Lo paradójico es que la cooperación internacional se inclina a favorecer gobiernos corruptos y dictatoriales, cuya norma de conducta es promover la emigración de su pueblo.
Tal vez, ello sugiere la posibilidad de modificar los principios en los enfoques existentes alrededor de los flujos migratorios, habida cuenta de la saturación de los destinos migratorios y de los avisos poco alentadores, provenientes de las grandes ciudades receptoras, de resistirse a la mínima voluntad de regularizar la condición de los inmigrantes.
Hay que encontrar nuevas fórmulas de carácter multilateral, a efecto de dar una solución al fenómeno migratorio. La Organización Internacional de Migraciones (OIM), así como el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), las cuales son entidades que gozan de un amplio prestigio mundial, están llamados a dar luces en esta materia, sin perder de vista, obviamente, los derechos humanos y la creación de condiciones, en aras de la integración multicultural.
Repoblar un país como Belice, algunos países suramericanos, los pequeños Estados carentes de población, así como estimular las migraciones hacia Nueva Zelanda, Australia, Canadá, Rusia, el mismo Japón - éste que manifiesta tener serias dificultades con el envejecimiento de su gente - han llegado a ser estrategias debatidas. Asimismo, la cooperación multilateral podría enfocarse a complementar los esfuerzos de dichos Estados, dispuestos y necesitados de atraer mayor población.
No pocos expertos desestiman las iniciativas en tal curso, ya que prevén el crecimiento económico y social de esas regiones, con los reasentamientos de migrantes, rechazados comúnmente en los destinos tradicionales. Incluso, las pusieron en práctica antes los neozelandeses y los australianos, por lo que resultaron positivas, pues las facilitaron también las extensas áreas territoriales de esas naciones.
Habrá algunos “escrupulosos” que planteen que lo mencionado es traumático para los inmigrantes, pues se les expone a sobrevivir en culturas diametralmente opuestas. De cualquier modo, en esto entraría en juego la inteligencia y las habilidades de una apropiada política multilateral. Creo que ni esto es imprescindible. En San francisco de California (EEUU) conviven en paz, solidaridad y armoniosamente entre sí, personas que pertenecen a distintos grupos étnicos, costumbres y minorías culturales, que el planeta abriga. He aquí un gran laboratorio humanista para tomar como referencia en la fijación de nuevos destinos para los migrantes.
Ronald Obaldía González (opinión personal)
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