LA CASITA DEL LICEO RODRIGO FACIO BRENES.
Estoy seguro que este comentario les llamará la atención. Esta vez haré una reseña sobre un particular sitio que formó parte del paisaje de nuestro colegio.
La Junta Administrativa había iniciado negociaciones para comprar tres terrenos, localizados en el extremo sureste del liceo, con el propósito de aumentar los haberes. Fue así como tales negociaciones se concretaron a finales de julio de 1965, cuando en el Diario Oficial “La Gaceta” del 28 de julio de ese mismo año, se publicó el acuerdo correspondiente, mediante el cual quedaron finiquitadas las transacciones de dichos lotes.
En cuanto a dos de ellos, uno era propiedad de la sucesión de Roberto Montero Díaz, el otro pertenecía a Víctor Manuel Montero Díaz, ambos hermanos. El costo de cada terreno fue de cuarenta mil colones y sesenta mil colones, respectivamente. Estoy casi seguro que el mítico “Pepe” Montero, un personaje que dio mucho que hablar por su elegancia y fortaleza, después cayó en la indigencia, formaba parte de la familia de los Montero Díaz, la cual años atrás había arrendado a los hermanos Méndez Mora parte de esos lotes para su negocio de carnicería, de acuerdo con la versión ofrecida por algunos vecinos, testigos de esos tiempos.
El tercer lote pertenecía a Tobías López Aguilar, quien lo vendió a la Junta Administrativa por un valor de ciento veinte y dos mil colones. Al parecer, esta última propiedad alberga hoy las instalaciones de artes industriales.
Lo cierto fue que en uno de los terrenos de los Montero Díaz se asentaba un inmueble que sirvió de vivienda para esa pudiente familia zapoteña, es de suponer que por bastante tiempo. Al pasar la vivienda a posesión del colegio, de inmediato aquella se utilizó para dar abrigo a las lecciones de educación para el hogar. En adelante la antigua residencia pasó a denominarse “la casita”. Ese nombre sobrevivió hasta que ella fue destruida, para luego construir en su lugar las actuales oficinas administrativas, incluida la Dirección.
Acorde con el contexto de la época, la estructura de “la casita” respondía al concepto moderno de construcción, de allí su alto precio (fuera el de cuarenta o sesenta mil colones), en comparación, eso sí, con el promedio simple de una vivienda regular, la cual entre finales de la década de 1950 y mediados de la década de 1960, podía superar apenas los siete u ocho mil colones. La cuestión es que la hermosa residencia se diferenciaba notoriamente de las viviendas de adobe, o de las de adobe, combinada con escasa madera – este último material era demasiado caro - que abundaban en San José.
Los pisos de mosaico y ocre acompañaban las paredes de maderas finas que componían “la casita” de educación para el hogar, la que al mismo tiempo, por su ubicación, daba la impresión que custodiaba y veneraba la señorial Iglesia Católica. De ahí que los dos inmuebles llegaron a ser capaces de embellecer el sencillo y pacífico paisaje del Zapote de entonces.
En el departamento de educación para el hogar trabajaban dos elegantísimas profesoras, dotadas de un porte especial, como lo fueron también sus costumbres y hábitos refinados. Sé que una de ellas residía en el exclusivo Barrio Escalante de San José. El nombre de su colega era Emilia María, quien se distinguía por su vestimenta impecable y paso erguido.
Desde luego, que las dos profesoras solían ser estrictas con la limpieza y ornato de “la casita”. Y según el cumplimiento de tales tareas, así también sería el nivel de calificación de sus alumnas, además del empeño y calidad en la labor de las manualidades, entre las que se incluían las clases de costura, bordado, cocina y artesanías.
Algunos egresados dan testimonio de sus primeros galanteos alrededor de aquel llamativo inmueble, poseedor además de discretos rincones, desde los cuales se podía burlar los minuciosos controles de nuestras queridas profesoras. Al cabo que ellas se preguntaban con la genuina inocencia de esos viejos años, acerca de los motivos de los varones, en cuanto a andar merodeando “la casita”, fijando la mirada en dirección a los tantos ventanales, por los que se divisaban los movimientos, o bien los disimulos y las advertencias de la amada, en situación de “amor de estudiante”.
Sin embargo, todavía me queda el sinsabor de que antes a los varones los excluían de las lecciones de educación para el hogar.
Ronald Obaldía González.
Estoy seguro que este comentario les llamará la atención. Esta vez haré una reseña sobre un particular sitio que formó parte del paisaje de nuestro colegio.
La Junta Administrativa había iniciado negociaciones para comprar tres terrenos, localizados en el extremo sureste del liceo, con el propósito de aumentar los haberes. Fue así como tales negociaciones se concretaron a finales de julio de 1965, cuando en el Diario Oficial “La Gaceta” del 28 de julio de ese mismo año, se publicó el acuerdo correspondiente, mediante el cual quedaron finiquitadas las transacciones de dichos lotes.
En cuanto a dos de ellos, uno era propiedad de la sucesión de Roberto Montero Díaz, el otro pertenecía a Víctor Manuel Montero Díaz, ambos hermanos. El costo de cada terreno fue de cuarenta mil colones y sesenta mil colones, respectivamente. Estoy casi seguro que el mítico “Pepe” Montero, un personaje que dio mucho que hablar por su elegancia y fortaleza, después cayó en la indigencia, formaba parte de la familia de los Montero Díaz, la cual años atrás había arrendado a los hermanos Méndez Mora parte de esos lotes para su negocio de carnicería, de acuerdo con la versión ofrecida por algunos vecinos, testigos de esos tiempos.
El tercer lote pertenecía a Tobías López Aguilar, quien lo vendió a la Junta Administrativa por un valor de ciento veinte y dos mil colones. Al parecer, esta última propiedad alberga hoy las instalaciones de artes industriales.
Lo cierto fue que en uno de los terrenos de los Montero Díaz se asentaba un inmueble que sirvió de vivienda para esa pudiente familia zapoteña, es de suponer que por bastante tiempo. Al pasar la vivienda a posesión del colegio, de inmediato aquella se utilizó para dar abrigo a las lecciones de educación para el hogar. En adelante la antigua residencia pasó a denominarse “la casita”. Ese nombre sobrevivió hasta que ella fue destruida, para luego construir en su lugar las actuales oficinas administrativas, incluida la Dirección.
Acorde con el contexto de la época, la estructura de “la casita” respondía al concepto moderno de construcción, de allí su alto precio (fuera el de cuarenta o sesenta mil colones), en comparación, eso sí, con el promedio simple de una vivienda regular, la cual entre finales de la década de 1950 y mediados de la década de 1960, podía superar apenas los siete u ocho mil colones. La cuestión es que la hermosa residencia se diferenciaba notoriamente de las viviendas de adobe, o de las de adobe, combinada con escasa madera – este último material era demasiado caro - que abundaban en San José.
Los pisos de mosaico y ocre acompañaban las paredes de maderas finas que componían “la casita” de educación para el hogar, la que al mismo tiempo, por su ubicación, daba la impresión que custodiaba y veneraba la señorial Iglesia Católica. De ahí que los dos inmuebles llegaron a ser capaces de embellecer el sencillo y pacífico paisaje del Zapote de entonces.
En el departamento de educación para el hogar trabajaban dos elegantísimas profesoras, dotadas de un porte especial, como lo fueron también sus costumbres y hábitos refinados. Sé que una de ellas residía en el exclusivo Barrio Escalante de San José. El nombre de su colega era Emilia María, quien se distinguía por su vestimenta impecable y paso erguido.
Desde luego, que las dos profesoras solían ser estrictas con la limpieza y ornato de “la casita”. Y según el cumplimiento de tales tareas, así también sería el nivel de calificación de sus alumnas, además del empeño y calidad en la labor de las manualidades, entre las que se incluían las clases de costura, bordado, cocina y artesanías.
Algunos egresados dan testimonio de sus primeros galanteos alrededor de aquel llamativo inmueble, poseedor además de discretos rincones, desde los cuales se podía burlar los minuciosos controles de nuestras queridas profesoras. Al cabo que ellas se preguntaban con la genuina inocencia de esos viejos años, acerca de los motivos de los varones, en cuanto a andar merodeando “la casita”, fijando la mirada en dirección a los tantos ventanales, por los que se divisaban los movimientos, o bien los disimulos y las advertencias de la amada, en situación de “amor de estudiante”.
Sin embargo, todavía me queda el sinsabor de que antes a los varones los excluían de las lecciones de educación para el hogar.
Ronald Obaldía González.
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